LA NOCHE EN QUE ME FUI DE COPAS CONMIGO MISMO
Aún recuerdo
con cierta profundidad introspectiva la vivencia experimentada aquella noche,
donde las ecuaciones intrincadas de mi mente crearon un extraño escenario
dimensional, que iba más allá del tiempo y del espacio concebido
convencionalmente por cualquier persona que viviera en éstas épocas y en éstos
lugares del mundo. Fue un miércoles
otoñal como ningún otro. Ese día todo fue maravillosamente pulcro en lo que al arte se refiere. Había acordado con un
buen amigo músico y además compañero de posada, el ir a tocar un poco de música
a las calles del centro de Talca, a modo de poder desencadenar el flujo de energética artística-musical que se
encontraba en nuestro interior, y que por cierto, desde hace algún tiempo se
encontraba un tanto reprimida. Entonces, me vi cantando algunas canciones
anglosajonas mientras digitaba algunos acordes en mi guitarra, junto a mi buen
amigo, quien virtuosamente se hizo de las percusiones, pulsos rítmicos y voces
armónicas. Para ser honesto, esa tarde nos fue bastante bien, en numerosos
compases de nuestras interpretaciones, se escucharon los exquisitos sonidos
metálicos de las monedas que caían impactando las unas a las otras en
reiteradas ocasiones, así entregándonos la
calle, el mejor manjar habido y por haber que todo músico podría sentir
alguna vez en su vida, la realización
personal como artista. Más tarde,
cuando nos aprontábamos a irnos a nuestra posada, me encontré con una vieja amiga
pintora, la cual no veía desde hace mucho tiempo, y sin mucha extensión
conversacional, me invitó a una exposición de pinturas que se estaba llevando a
cabo en una casa del arte ubicada muy cerca de dónde allí nos encontrábamos.
Así de repente, me vi entre diversos colores, formas, sombras, iluminaciones y
mensajes provenientes de numerosos y variados cuadros, sintiéndome sumamente
confortable con las riquezas sorpresivas que el día me estaba entregando. Como
llegamos en plena inauguración de la exposición, nos hicimos de un par de copas
de vino, y degustando de unos cuantos confites se nos fue la tarde.
Llegada la noche, decidimos ir de copas a un
bar junto a mi amiga y algunos pintores que en aquella exposición de arte
conocí. Estando en el bar, las cervezas se hicieron majestuosas en nuestra
mesa, y tras pronunciados sorbos, bocanadas de humo y carcajadas pletóricas de
alegría, la reunión llegó a su término. En pocos minutos me encontraba
despidiéndome de los pintores, para luego en solitario, tomar el microbús que
me llevara a mi posada. Entonces, éste llegó, me subí, pagué, avancé con un
paso armonioso por el pasillo, hasta llegar a un asiento ubicado en la parte
posterior, y me senté al lado de la venta. El microbús estaba algo desolado, no
había ni la quinta parte de la capacidad total de pasajeros, la iluminación
estaba pauperizada, lúgubre, sutilmente ensombrecida, y el olor de los asientos
se entremezclaba con el olor del combustible quemado por los vehículos motorizados
del exterior. Después de unas cuantas cuadras recorridas, y mientras sucumbía
en un silencio insondable, subterráneo, esotérico, algo en mi provocó una
impulsiva necesidad de querer encontrarme con un viejo amigo del pasado,
cualquiera, pero que fuese del pasado, de esos que te siguieron en momentos muy
especiales y memorables de tu vida, aquellos que conocieron los secretos más
profundos de tu personalidad, los que te
acompañaron en todos los menesteres que quisiste efectuar, desde los más
sensatos hasta los más estúpidos, esos amigos de antaño que te alegraron las
tristezas y te acompañaron cuando se necesitaba de alguien más para ser feliz,
porque sabías que la felicidad era imposible sino era compartida, en suma, esos
amigos con los que te recuerdas de vez en cuando y de cuando en vez. Entonces,
me vi llevando la mano al bolsillo izquierdo de mi chaqueta, haciéndome del teléfono
móvil, y rápidamente busqué en la agenda cualquier número que fuese propio de
un viejo amigo. Y llamé a uno, y llamé a otro, y es que estaba decido a bajarme
del microbús e irme de copas con uno de ellos. Pero ninguno pudo acompañarme
aquella noche, unos aludieron a que se encontraban ocupados y otros ni siquiera
contestaron a mi llamada. Y es aquí cuando, comienza la paradójica experiencia,
gozante de fenomenología psicológica nunca antes vivenciada. Mi mente comenzó a
desencadenar una muy particular realidad psíquica del mundo interior (o una
fantasía psicológica si así quisiese llamársele), entonces, de pronto
experimenté una necesidad imperiosa por
querer tomar el teléfono y hacerle una llamada a Gabriel, a ese chico adolescente de 15-16- años, a quien recuerdo
con un profundo sentimiento fraternal, ese joven quién osaba de estudiar la
magia y la alquimia con tan minúscula edad, ese joven que se impregnó de las
páginas de los libros haciéndose un seductor de letras, ese tal, que se vio
intrigado por los misterios del universo, el mismo quien disfrutó tanto de los
árboles y de la naturaleza en su niñez… Me refiero a Gabriel Bañados, a yo mismo,
a mi ser en el pasado, a ese Gabriel que alguna vez fue adolescente,
quién adoleció de tantas cosas, y que regocijó de otras tantas también, a ese yo del antes, a mi parte anterior. Empecé a imaginar qué estaría haciendo ese Gabriel una noche de miércoles como
aquella, y si cogería o no el teléfono para contestar, y si querría o no irse
de copas conmigo. Y fue en esos instantes, que mi mente reprodujo una maravilla
sin igual, fui el espectador de un númico, numinoso escenario, una función sin
precedentes, en la cual vi cómo se encontraban éstas dos partes de mí mismo, una reunión entre ese Gabriel adolescente y ese Gabriel
adulto, y los vi cómo ambos se iban de copas a un bar ubicado en algún
lugar de mi cósmica mente. Recuerdo ver cómo se miraban y cómo se reconocían el
uno con el otro. El lugar tenía colores superfluos que se confundían entre los
grisáceos y los tornasoles, entre las manchas sombrías y las siluetas
navegantes de un luminar cariñoso. La ambientación estaba compuesta por una
pequeña mesa redonda de roble antiguo, al igual que las dos sillas en las que
ambos se hallaban sentados, un mantel pálido con ciertos diseños o manchones
causales productos de la experiencia, una botella de vino rojo, con un fuerte
color escarlata, y unas relucientes copas que recibirían más tarde en su
interior el místico brebaje. Entonces, el presente toma la iniciativa y le
llena la copa al pasado. Así fueron surgiendo escenas en las que el Gabriel del presente le hablaba al Gabriel del pasado, y le explicaba
acerca de cómo le vendría la vida en un tiempo más, que tendría que ser fuerte
y resistir las tribulaciones de la existencia, que sufriría un gran dolor
haciéndose cargo de las riendas de su karma
personal y de su vínculo con el viciado karma
familiar, pero que se convertiría en el
héroe de su vida, y eso sería
tremendamente liberador, a la vez le explicaba que todos sus gustos se resumirían
en la profesión de psicólogo, ya que
en la época actual no existía ni la profesión de aventurero, ni la de
alquimista, ni la de mago, ni la de espiritista, ni la de mentalista, ni la de psíquico,
ni tampoco la de curandero, al menos desde lo formal y académicamente hablando,
pero que sí existía la profesión de psicólogo.
El Gabriel del presente comentaba
que sería a través de ésta disciplina, donde el Gabriel del pasado encontraría un resumen integrador de sus gustos
y amores por el conocimiento, pero no obstante, sería en la psicología como fuente total, y no en la formación limitada que le entregaría la universidad
local, por lo que sería un gran desafío no perder el temple con las representaciones
del conocimiento, sino más bien aferrarse al
propósito originario de la psicología
como tal, o sea, el Alma. Así,
fui siendo testigo de esta hermosa conversación entre dos grandes partes de un mismo ser. De vez en cuando adquiría
una conciencia superior que, me permitía interpretar e integrar simbólicamente la
realidad psíquica que allí se estaba dando. Y fue ésta conciencia la que me
entregó un conocimiento que más tarde produciría un potencial crecimiento
personal-mental-espiritual respecto a mi
ser total. Entonces comprendí que era un momento de alquimia psicológica, el alma
estaba transmutando las sustancias de los tiempos psicológicos de mi vida,
reproduciendo un encuentro
terapéutico e iniciático donde el
sí mismo se integraba, como la expansión y unificación de la mandala de
la personalidad. Y fue en ese estado
dónde vislumbré el yo del presente que
iba en rescate del yo del pasado,
porque entendí que durante mucho tiempo había abandonado al niño interior, al niño sagrado que todos llevamos dentro, y junto con esto, se
manifestaron reminiscencias en la que me vi a mí mismo, pidiéndole fuerzas al universo y a mis dioses, para
soportar las pesadumbres de aquellos momentos de mi vida, y recuerdo la calma
que llegaba a mi ser, exactamente
cuando en mi mente se proyectaba el
hombre en el que me llegaría a convertir en el futuro.
Esencialmente me veía a
mí mismo a la edad de 25 años,
habiendo superado aquella época de mi vida, siendo un profesional, siendo un ser independiente. A la vez comprendí,
que este encuentro entre ambas personalidades fue decretado desde aquel
entonces, porque hoy en día tengo 25 años, y creo que mi mente a través del síntoma de aquella noche, reconoció el plazo sacratus, la prescripción, el cumplimiento de la proyección, o más
bien la integración del niño interior con
el hombre interior. Los símbolos del alma, reproduciéndose una y
otra vez por medio de esta consciencia
superior, de este insight elevado, en el que se dieron
encuentro importantes arquetipos del inconsciente personal y colectivo: el niño,
el hombre¸el héroe¸la persona (la máscara), entre otros, siendo todos manifiestos
en el proceso de autoindividuación.
En aquél estado también comprendí la arquitectura de aquel día y de aquella
noche. Todo había convergido a través del arte (la música, la pintura y las
relaciones humanas), así entonces, desde las profundidades de mi psique, mi ser del pasado discernió una luz en la consciencia, y viajó hasta llegar a la superficie, naciendo por
medio del arte de la mente consciente,
porque era la hora y la edad para
aquél encuentro, era el momento exacto
para encontrarse consigo mismo.
Tras haber comprendido todas estas cosas
respecto de mí mismo¸ tras haber
cruzado semejante complejo e intrincado estado superior de consciencia, volví a
aquél lugar de mi mente dónde se estaba desarrollando el numinoso encuentro
entre el ser del pasado y el ser
del presente, y advertí que la conversación estaba llegando a su fin. La
botella estaba vacía, y con lo poco de vino que quedaba dentro de las copas,
percibí que ambos seres de mi
personalidad se aprontaban a hacer el último brindis de la noche, cuando de
pronto llegó un hombre muy particular, de avanzada edad, probablemente de unos
90 años, o quizás un poco más, de vestimenta intensamente elegante, algo anticuada
y diferente, pero de una presencia extrañamente sencilla y la vez agradable. El
hombre tenía unos anteojos pronunciados, tras los cuales se lograba dilucidar
unos pequeños ojos que decoraban una profunda y misteriosa mirada, como si a
través de ellos pudiera penetrar hasta el más recóndito lugar del universo.
Entonces, el viejo hombre inició
marcha, y se acercó a la mesa arrastrando una silla de roble antiguo en la cual
se sentó, y antes de que se realizara
cualquier otra acción, sacó de entre sus manos una botella de vino rojo
y una copa de cristal, como si de un acto de magia se tratara, y tras esto, el viejo hombre fijó su profunda mirada en
ambas personalidades, y luego de tres
segundos, de su boca se escuchó:
“Quisiera esta noche brindar por ustedes, porque sin ustedes no habría alcanzado nunca la perfección de
mi ser total.”